La noche que vimos Eurovisión en ropa interior degustando tres helados de vainilla con miel y pasas

 Yo siempre he sido Nadie. 

¡NADIE!

Ahora soy Nadie. 

¡NADIE!

Siempre he sido el hijo del amigo de Stephen King. Mi padre conoció a Stephen King cuando aún este no era un novelista célebre y trabajaba en un instituto de Hampden enseñando lengua inglesa a unos alumnos abobados, pajilleros y crueles. Se emborrachaba todas las noches el amigo King. Le pegaba duro a las teclas de la máquina de escribir. Quería ser un gran escritor. Era pobre. Lo consiguió. Mi padre lo conoció cuando la fábrica de Albacete donde trabajaba curando jamones lo mandó a Estados Unidos a no sé qué. Hacer negocios, supongo, allá  por los años sesenta o setenta del siglo pasado. Yo, evidentemente, aún no había nacido. Mi padre era muy joven y no tenía estudios, pero poseía una personalidad arrolladora, un carisma único. Mi padre no sabía inglés, pero para allá fue, a convencer a los estadounidenses de que el jamón de Albacete no era peor que el  jamón extremeño. Una empresa de Mérida, también de jamones y competencia directa de la fábrica en la que trabajaba mi padre, había facturado ese año cien millones de pesetas debido a los negocios que habían realizado con los estadounidenses. Junto a mi padre iba el encargado de la fábrica, que sabía inglés.


Se encontraron por primera vez en un bar. King sabía castellano ya que tuvo una novia mexicana en el instituto. Una noche de primavera la novia mexicana de King desapareció. Meses después, unos niños que jugaban al béisbol en las afuera de la ciudad hallaron un cuerpo putrefacto, grotesco y terrorífico semienterrado, entre escombros y compresas usadas. Era el cuerpo sin vida de la novia mexicana de King. Fue violada y torturada. Nunca se supo quién cometió aquella barbaridad, pero gracias a este brutal asesinato, los padres de la novia mexicana de King fueron deportados a México. Los padres de la novia asesinada de King eran ilegales y más pobres, aún, que el propio Stephen King. México es el país donde nació Paulina Rubio, Rey Misterio y Zapata, cabrones.


Era por la tarde y mi padre, después de una larga reunión con unos dirigentes de una empresa que trabajaba en suministrar carne de cerdo por todo el estado de Nueva york, entró en un bar oscuro y hediondo. Allí estaba el bueno de King, tomando cerveza. Charlaron y se cayeron bien. A partir de aquí todo es apéndice. O literatura. O notas marginales sin interés, que mi padre fue relatándome, noche tras noche, el año que la tuberculosis casi acaba conmigo y me impidió cursar quinto de EGB y el motivo por el que tuve que repetir el año siguiente el curso, no porque fuera anormal, como decían los huele culos de mis compañeros de colegio. ¡Los odio a muerte! ¡YA SABRÉIS QUIÉN SOY, YA! Estoy seguro que la adicción a la farlopa por parte de King es responsabilidad de mi padre. Mi padre fue un gran farlopero. King ya no es cocainómano. Mi padre tampoco, puesto que ya está muerto. Se quitó la vida como en las películas: cortándose las venas de las muñecas, en vertical, tumbado en la bañera, desnudo y con una nota con faltas de ortografía abandonada en el lavabo en la que relataba que los Anunnakis o Cristo o los fantasmas o unos extraterrestres o todos juntos en plan botellón adolescente, le habían comunicado que debía morir para hallar el paraíso. Su suicidio ocurrió muchos años después de que King le dedicara Carrie, su primer libro publicado y con el que se hizo millonario. Hollywood obtuvo los derechos por una suma grandísima de dólares. Brian de Palma grabó la película de Carrie. El amigo y vecino Stephen King había cumplido su sueño. Mi padre no el suyo. O sí. Jamás supe lo que se le pasaba por la cabeza; tampoco me importaba mucho. Pero lo quería. Era mi padre. Los últimos años de su vida los pasó como empleado en una granja de vacas en un pueblo de Almería y como un miserable pegando a mi madre en una pequeña casa de un pueblo de Almería. Pero siempre se lo recordará como Mariano Buendía, el mejor amigo del mejor escritor actual de novela de terror.


Últimamente estoy que lo doy todo. Que me salgo. La cuarentena ha hecho de mí un RoboCop. Patrullo las calles haciendo cumplir la ley. Doy hostias como nunca las había dado a criminales que incumplen el Estado de Alarma y nos ponen en peligro a todos. Unos irresponsables. El gobierno nos ha dado carta blanca. La gente, desde sus balcones de proletarios de cincuenta metros cuadrados, me aplaude, al igual que lo harían a un rey o a un dios o a un Jorge Javier Vázquez, cuando pateo y detengo a un terrorista portador del virus. Porque puedo. Lo hago porque puedo.


Por eso yo siempre he sido el Hijo del Amigo de Stephen King. 

¿Quién sabe mi nombre?

¡Nadie!


Porque gracias a tu compañía, tu solidaridad, tus consejos (vota al partido demócrata, jejeje), paciencia y amistad, me convertiste, Mariano, querido amigo español, en una mejor persona. Nunca te olvidaré. Espero la invitación para ir a León a comer cocido maragato."


Este libro es gracias a ti”.

Así era mi padre. 


Con estos fonemas, morfemas, palabras, sintagmas y frases, King hizo conocido a mi padre en toda España. Lo llegó a entrevistar una tarde de lunes Sánchez Dragó. Yo rondaba los cinco años. Recuerdo ver el programa semanas después (el programa se grabó antes), junto a mis padres, en el salón de nuestra casa. Inhalando el humo de los Ducados de mis padres que consumían a todas horas; aquel característico olor, unas veces repulsivo, otras deleitable. Mi padre aparecía dentro de la pantalla como un dios griego o romano o egipcio o checheno o kurdo. Salía hermoso y seguro. Aun sin tener una educación superior, mi padre empleo cientos de palabras más raras y curiosas que Sánchez Dragó. Poseía un léxico rico y precioso. Siempre, después de emborracharse con tres botellas de vino y de zurrar a mi madre con el cinto, y antes de irse al dormitorio a dormir la cogorza, leía tres palabras del María Moliner y las apuntaba en una libretita que guardaba en el cajón de la mesilla de su habitación. Mi padre fue un emprendedor y un autodidacta. Hablaron dos horas sobre aquella dedicatoria, Dragó y él, claro, la cual está escrita en la tercera página de la primera, segunda, tercera y cuarta edición de la publicación del libro en castellano, no sé si por la editorial Plaza y Janes. No lo recuerdo. No conservo ningún libro de Carrie de King porque me da asco aquel libro y también Stephen King. Por su culpa no soy nadie. Yo, al igual que King, le di duro a las teclas del ordenador durante muchos años. Quería ser un gran escritor. Como él. Como ÉL. Mas las editoriales no supieron valorar mi talento. Libro que enviaba a Anagrama, libro que me devolvían; libro que enviaba a Destino, libro que me devolvían; libro que enviaba a Planeta, libro que me… ¡LAS MADRES QUE LOS PARIÓ A TODOS! Son un atajo de iletrado e incultos y lamepollas. Me hundieron los cretinos. Mi sueño de ser mejor que King en el apestoso arte de escribir me lo destrozaron. Estoy convencido de que no aceptaron mis obras por, además de ser unos ramplones, culpa de King.


Tuve una novia. No recuerdo su nombre. Meses antes de aprobar las oposiciones. Fue un verano. Buen culo y buenas tetas. La deje porque era una alcohólica. Cuando bebía no recordaba mi nombre. Una noche, ella, muy perdida por culpa de la cerveza, necesitaba que la ayudase a acostarse en la cama, que la quitara los zapatos y la ropa y eso. Yo estaba en el baño, creo que cagando o cepillándome los dientes o peinándome o quitándome las pelusas del ombligo, no lo recuerdo. Me llamó. La oí, pero no dijo mi nombre, sino “Hijo del Amigo de Stephen King”. Entré en cólera. Recordé lo que hacía mi padre con mi madre cuando este bebía y lo imité. Creo que le partí la nariz. No lo sé. No la volví a ver. Fue hace mucho tiempo y ahora no hago nada que no lo permita la ley. Tampoco estoy arrepentido puesto que no soy ninguna nenaza. 


Yo ahora cumplo la ley.

Desde que entré en la academia.

Aprobé las oposiciones. 


  En Ávila sufrí mucho por culpa del frío. En Ávila hicieron de mí un hombre. No hice la mili. Después me destinaron a una comisaria de un pueblo de Burgos. Mis compañeros me llamaban por mi verdadero nombre. Era enfundarme el traje azul y ¡Zas!, era otro. Un tipo superior a los demás; igual a mis compañeros.



Porque así soy ¡ALGUIEN!


¡ALGUIEN!


––Lorena, creo que lo he matado.

––Menuda patada lo has dado. Le has reventado la frente.

––La nariz.

––La nariz, sí.

––¿Qué hacemos, Lorena?

––¿Es pobre?

––Es moro.

––Sangra mucho.

––Como un cerdo.

––Los moros no comen cerdo.

––No me hagas reír.


Allá al fondo, en lo alto, en los balcones de unos edificios de protección oficial, escuchan los aplausos de unos vecinos curiosos. Alguno se atreve, aun, alzando el cuello a las oscuras nubes con un ¡viva España y la Guardia Civil y la Policía Nacional! Cae una fina lluvia. La sangre del moro resbala calle abajo.


––Nos aplauden, Lorena.

––Ya. Lo escucho.

––¿Qué hacemos?

Lorena encoge los hombros.

––Pongo música y bailamos.

––Vale. ¿Y con este?

––¿Con el moro?

––Sí.

––Es un moro. Pobre. La gente quiere seguridad.

––Sí.

––Nosotros les damos seguridad.

––Tienen miedo, Lorena.

––Claro.

––El miedo es la hostia.

––Yo me hago pajas con el miedo del ciudadano.

––Cuando hablas así, Lorena, me la pones gorda.

––¿Pongo la canción de Pepa Pig y bailamos?

––Cómo sabes entender a las personas.

––Estudié un año  psicología en la universidad.

––Bailamos. Qué bien te mueves, Lorena.

Peeeeeepa pig”.


En los balcones, los ciudadanos, seguros y felices, vitorean y festejan el baile de aquellos dos policías. Todos los vecinos con hijos pequeños los sacan al balcón para contemplar aquel hermoso espectáculo. Ana Rosa Quintana, al día siguiente, pone en su programa matinal, las tiernas imágenes de los dos policías bailando al ritmo de Pepa Pig, Papa Pig, Mama Pig y George Pig. El cuerpo sin vida del moro no aparece.

El cuerpo sin vida del moro no aparece en las imágenes grabadas por un vídeo aficionado y cedidas a Mediaset. El cuerpo sin vida del moro.


NO 

a

pa

re

ce.

Depablo i Martí


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