El cierre de fronteras ha dejado a España, como a tantos otros países, sin mano de obra barata para trabajar los campos. No lo dicen así, pero este es uno de los titulares que más estamos leyendo en los últimos días. Muchas empresas agroalimentarias, abundantes y esenciales en nuestra zona, principalmente en El Carracillo, se están viendo con dificultades para sacar adelante su producción debido a que la crisis del coronavirus ha retenido en sus países de origen a las jornaleras y jornaleros que trabajaban sus tierras. La importancia que tiene el empleo agrícola asalariado en esta comarca, donde se concentra gran parte de la producción hortofrutícola de la comunidad y donde especialmente la producción de planta de fresa cobra una importancia muy significativa, está directamente relacionada con el desarrollo de empresas cada vez más poderosas, orientadas principalmente a la exportación, en detrimento de los pequeños agricultores y de las explotaciones familiares, que entran en la dinámica de crecer o morir y se ven obligados a vender sus tierras, y con la fórmula de la deslocalización de la mano de obra para producir al menor coste obteniendo el mayor beneficio a costa de la precariedad laboral.
En estos tiempos de coronavirus es habitual escuchar hablar a cierta gente que se autopercibe de la manera más enfermiza como clase media de la aversión de los trabajadores españoles hacia el trabajo en el campo y escuchar eso de “si los inmigrantes te quitaban el trabajo, ¿por qué no te pones ahora a trabajar tú?”. Parece que hay quien todavía no comprende que la cuestión no es quién trabaje los campos, sino cómo y en qué condiciones se hace.
En este sentido, hay una espiral que se retroalimenta y que beneficia enormemente a los propietarios de estas pocas empresas que controlan la actividad en El Carracillo: el abandono del sector por parte de trabajadorxs españolxs responde a la precarización, a las condiciones laborales lamentables y a salarios indignos, que jornaleras extranjeras en situación vulnerable y sin apenas opciones de sobrevivir en sus países de origen tienen que aceptar. El empresario explota y especula con la necesidad del trabajador y el trabajador asume: así se cierra el círculo perfecto.
Si bien el estado de alarma podría haber sido una oportunidad para demostrar la importancia de abordar este debate y revelar de una vez por todas las condiciones no sólo de trabajo, sino de vida de cientos de personas, la realidad es que la mayor inquietud ha sido que la producción no se detuviese. La preocupación no es que lxs trabajadorxs no tengan acceso a agua corriente en sus puestos de trabajo para lavarse las manos, ni aseos, ni equipos de protección, ni lugares en los que sentarse a comer; la preocupación es sacar la producción a toda costa y a cualquier precio, y esto se consigue a base de la explotación e inseguridad.
Es fundamental que de una vez por todas se hable de la verdadera situación que viven lxs jornalerxs que trabajan los campos de El Carracillo, tanto autóctonxs como foránexs. La precarización, la explotación, la desigualdad y la multiplicación de la pobreza son la base para el buen funcionamiento del mercado, y lo ha venido a hacer aún más evidente la actual crisis poniendo de manifiesto los antagonismos de clase, reduciendo a lxs trabajadorxs a mera mano de obra, a mercancía, excluidas de toda humanidad, mientras aquellos ricos empresarios que van de almas bellas, son los que se jactan de crear riqueza y dar trabajo a cientos de personas. Esto es algo básico en la imposición de cierto campo simbólico que tiene el doble nombre de propiedad y poder, lo cual conlleva pobreza y sometimiento.
En este momento debemos darnos cuenta de quién realmente genera riqueza y de quién realmente está asegurando la alimentación de la población. Y esto es gracias a la manos y al sudor de trabajadorxs que soportan de 10 a 12 horas bajo los plásticos de los invernaderos rozando los 40 grados en verano, bajo pleno sol en las horas centrales del día, sin un lugar donde sentarse a comer en los únicos 30 minutos de descanso, sin ningún tipo de registro horario, sin cobrar horas extra ni festivos, sometidxs a presiones para aumentar la productividad y la competitividad entre compañerxs con amenazas y tratos humillantes, llevando la vulnerabilidad y el miedo de lxs trabajadorxs al extremo.
Es gracias al agotamiento de ese “proletariado nómada”, utilizando la expresión de Badiou, que aguanta jornadas demoledoras, que recibe las migajas de los banquetes de los empresarios, que no tienen ningún tipo de seguridad ni estabilidad laboral.
Muchos productos de las huertas de El Carracillo crecen gracias a la miseria y el sudor de lxs jornalerxs. Para ellxs no hay aplauso, ni lo necesitan. Lo que se necesita en el campo son condiciones laborales dignas, buenos salarios y que se respeten los derechos de quienes trabajan la tierra.
La verdadera amenaza no es el coronavirus, sino la dinámica del capitalismo global y la necesidad de los empresarios de parasitar el trabajo de lxs jornalerxs y de apropiarse de la naturaleza, imponiendo una existencia empobrecida y deteriorando el entorno, mercantilizando todos los ámbitos de la vida natural, humana y social: la explotación de la clase trabajadora y la explotación del medio ambiente van de la mano.
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